Cuento de Navidad es cualquier cosa menos una película familiar con la que celebrar la bondad del ser humano y la beatífica presencia de las cristianas fiestas navideñas. Esta versión del universal cuento de Charles Dickens tira más del hilo sórdido que de la rendición política y estéticamente correcta. Zemeckis está encantado con su flirteo con estas nuevas técnicas narrativas que le permiten engolosinarse con la plasticidad de los dibujos animados y colar, en la bruma de esos fotogramas, el peso (a veces inadvertido) de la imagen real. Polar Express o Beowulf fueron galanteos más o menos conseguidos: Cuento de Navidad es un delirio visual, la demostración de que el cine se reinventa a cada instante. Sin llegar a la perfección formal de Avatar, en otro patrón digital, la historia de Dickens, en manos de Zemeckis, alcanza un punto de asepsia que lastran la emotividad de la trama. Se pierde la calidez, el mensaje afectivo que, en personajes reales o incluso en animación, podría haber alcanzado mayores cotas de verosimilitud. Está muy bien que el cine hurgue en las posibilidades de la técnica (motion capture, en este caso, o incluso el 3D como reclamo puntero en taquilla) pero seguimos enamorados de que la verdad de la imagen. Y en la película de Zemeckis esa verdad está huérfana de apoyos visuales: creemos la historia, nos perdemos en la nobleza literaria del cuento y salimos robustecidos, alojados en ese útero cósmico que es el amor al prójimo, la moralidad recta y todo eso que Dickens nos regala en su cuento, pero no creemos (yo, al menos, descreí tanto que me dolió mi falta de fe) en que éste sea un formato duradero. Vale como experimento: puede colar para distraernos, puede servir para ofrecernos un divertimento accidental. Lo que no hay es vida: hay vacío, páramos gestuales, deslumbrantes (formidablemente deslumbrantes) viajes al interior del alma de los acartonados personajes, pero impostados, sin corazón. Como tampoco es Jim Carrey santo de ninguna de mis abundantes devociones (salvo en contadas películas: Olvídate de mí, El show de Truman) me cansó la sobrecarga de muecas que el actor impone a su avatar cinematográfico. Al señor Scrooge lo sabemos portador de una riquísima paleta de registros anímicos según obre en su alma el desencanto del mundo o, después de la visita de los tres espíritus, justamente lo contrario, el amor infinito a ese mundo que antes odiaba. Hemos visto tantas versiones y en tan diferentes intérpretes (desde los teleñecos de Jim Henson al Mickey de Disney pasando por toda la nómina de los mejores actores que han dado el cine) que nos puede aturdir éste: Carrey lo satura, lo reduce a una caricatura que los medios digitales sobredimensionan, embutiéndola en un marco referencial frío, lejano de las calles reales de esa Inglaterra victoriana tan perfecta que Zemeckis, en su afán demiúrgico, nos vende en las primeras escenas. A diferencia de Avatar, en donde el envoltorio convenía a la audacia formal de la misma historia, Cuento de Navidad, que funciona en un plano semejante, deslumbra, endulza el ojo, pero anestesia el alma, la deja limpia de sensibilidad, inequívocamente engañada. Aunque no hay que ser tan tremendistas: el cine, al cabo, es engaño. El espectáculo visual es brillante, vigoroso por momentos. Zemeckis, un zorro viejo en crear ilusiones en el patio de butacas, sabe que el cliente paga por meterse en vena óptica un chute de adrenalina cromática. De eso hay mucho en Cuento de Navidad: está esa montaña rusa de imágenes irreprochables, está el espíritu de Dickens más que en otras versiones de más interesado corte familiar, está la oscuridad que navega el fondo de la trama y que sólo al final, por obligaciones contractuales más bien, decae y hace que el espectador asiste a un izado majestuoso de la bandera de los finales felices: Scrooge redimido, en paz con el mundo y con su alma, devuelto a la vida, dejando atrás su sombra de fantasma. De hecho Dickens hizo eso: un cuento de fantasmas. Luego se lo arrogaron los moralistas de todas las épocas, los cristianos convencidos y los casuales, toda esa gente de buen corazón que, en el fondo, ama las buenas historias y le gusta que se las cuenten mil veces. Cada Navidad, por ejemplo.
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Cuento de Navidad Dickens Charles
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